Los romanos en la época anterior a nuestra era, o lo que es lo mismo, anterior a Cristo, celebraban SATURNALIA, y la fiesta consistía, entre otras cosas, en intercambiar regalos.
Las costumbres a veces se convierten en actos reflejos, y pasan de ser una cuestión espiritual a una habitual. El uso hace que se pierda la esencia y el sentido etimológico de la cosa.
Por eso, felicitar la Navidad, se ha convertido en una frase que nos sale sin apenas esfuerzo, y que se entrega por doquier, como el hábito de decir buenos días.
Se convierten en una fiesta desvirtuada y fundamentalmente comercial. El gasto en viandas, el gasto en regalos, siempre insuficientes, el vértigo de los escaparates iluminados con esa caspa de bonachonería y excelentes deseos.
La felicidad de las fiestas podría ser prorrogable, no deberían tener un comienzo y un final, si del espíritu estuviéramos tratando. Y es que el cristianismo quiso dar un respiro a sus feligreses de tanto hermetismo ético y disciplina religiosa. La gula, en estas fiestas, deja de ser pecado capital, para convertirse en una graciosa forma de rompernos la salud, a base de atracones que no se justifican. Y no predico la frugalidad, sino el sentido de la proporcionalidad. Aunque los restauradores de estómagos, los fabricantes de alcoholes deliciosos y dulces diabetizadores me masacren por mi descreimiento.
Es normal que vayamos a cenar con la familia, esa que se nos atraganta en los días comunes, predispuestos a congraciarnos y a soportar con cierto estoicismo, las insoportables opiniones del otro, siendo las mías tan superiores y mejor formadas. No le respondes porque no es el momento, está toda la familia y hay que mantener la fotografía de cariño y unidad. Pero el cadáver que me ha endosado mi cuñado, no se me va a pudrir dentro, ya le diré, llegado el momento lo que se merece escuchar de mi sobrio y acertado pensamiento sobre ese asunto.
Nos vestimos, para destacar, no para agradar, llevamos el regalo que nos coloca, no como seres originales, si no de posibles, y es la nuestra la mejor bandeja de comida aportada a los refritos de tu hermano.
Pero ahí estamos, como cada año, vestidos para enternecer, decorados para agradar, generosos hasta la irresponsabilidad, ya vendrán tiempos peores, aunque el tiempo sea el mes de enero, cuando hay que pagar la compras que hicimos en diciembre con la tarjeta que me ha ofrecido el banco.
La pobreza no nos asusta en estos momentos, sólo se vive una vez, y la de los demás nos hace inmensamente comprensivos y compasivos, es injusta la vida, solemos decir, en alguna ocasión, mientras descabezamos el langostino más gordo de la bandeja. El gobierno debería hacer algo, míralos pobrecitos, no sabemos la suerte que tenemos de poder estar como estamos. Y encima nos quejamos.
Si la Navidad estuviera llena de verdaderos buenos deseos, no se acabaría jamás, esta tregua que nos damos en el nacimiento del invierno y del niño dios, duraría siempre. Pero o nos engañemos, no es así, y por ello, es bueno hacer un acto de contrición auténtica. Celebremos lo que sea, porque esto no más que unos días.
Por eso, mi felicitación de Navidad, va para aquellos que creen que las cosas se arreglan desde dentro, cambiando, primero nosotros, las cosas que hacemos mal, y no siendo un propósito solamente, revisándolas, viendo en los demás la mirada de dolor que nuestros actos provocan, y en la cena familiar comer las viandas más normales, la que comeríamos cualquier otro día, pero en compañía de las personas que queremos de verdad, y por el bien del mundo en general.
Ojalá la Navidad, no sólo fuera el nacimiento del niño dios, sino que fuera el nacimiento del nuevo hombre, ese que por los cielos, el filósofo DIÓGENES, debe seguir buscando con un candil, a plena luz del día.
¡FELIZ NAVIDAD!